LA GUAYACA.
Va hacia el puente final. Lo sabe, lo intuye, no sabe por que lo sabe. No
tiene ya interrogantes.

Se lo dicen hasta la luz y el aire.

Combada la espalda bajo el peso de los cueros, aspira profundamente y
entonces los olores lo abruman de recuerdos .

Siente como la brisa del monte refresca sus ardientes pulmones. Casi puede
verlos, luchando en su interior, trabajosos, resistentes. También el
estómago le quema, cada día más. Cuánto añora las largas cabalgatas, al
viento y al sol, en el potro que su padre atrapó para él, de niño, y al que
luego le enseñara dulcemente a amansar desde abajo con palabra y caricias.
Aquel oscuro que respondía instantáneo, a la presión de sus rodillas, sin
riendas ni freno, mientras él, estridente alarido, portaba en una mano la
lanza y en la otra boleadoras.

Amigo-hermano “cauallo”…

Parte misma de su carne y su vida, de su devenir por las interminables
praderas y los agrestes senderos naturales, compartidos y a veces
disputados con hermanos de otras latitudes, disfrute pleno, común en eso de
honrar la alternancia sabrosa, la existencia intercambiable con la tierra.

Solitario camina bajo la llovizna, percibiendo la compañía de las serias
palmeras, estiradas y adustas, grito desmelenado, silente, ojos verdegrises
que lo observan austeros, aspereza de arbórea piel reseca clamando las
ausencias, condenadas como la piel arisca de sus gentes…

Percibe el pez y la nutria bajo el agua, a su vera, las serpientes
enroscadas en los oscurecidos matorrales y la multitud de seres silvestres
escondidos en sus cuevas, palpitantes y alertas.

El latido elemental de la vida pulsa en sus sienes, bajo el pecho, en el
vientre, en el sediento espíritu, y esa certeza amarga de la esterilidad
definitiva.

Camina lento, lento camina sobre el vientre de la madre Tierra, ofrendada
y abierta, laxa y pura, más allá de la locura y el mal, hollada tigresa del
viento escuchando anhelosa los pasos del hijo que fue pródigo y hoy es un
desgarro en pie que se confunde con las sombras, dirigiéndose entre cardales
al cadalso anunciado hace centurias.

Solo resta arrancarse la guayaca, el talismán que cuelga de su cuello
pues si no, el cruce final se hará difícil, piensa.

Piensa hondamente, percibe el universo natural y agónico que lo viera
nacer, que fue su continente y que hoy lo expulsa de esta oportunidad
ingenuamente abortada, parto mal habido, equivocación del tiempo, más allá
de lo posible y lo previsto. Deja que ese universo lo penetre de pies a
cabeza, poro a poro, color, olor, amordolor, entrega total al destino
alquímico y prefijado de la vida.

Ya no caballos, ya no toldos, y humo y brasa, grasa y lanza y el
almizcle del montón, vincha y bagual, hombre y sudor, a la carrera. Ya no el
ímpetu previsto del zambullón hasta el fondo del remolino helado que precede
a las vertientes, vírgenes obsequiadas en la oscuridad verde del fondo en
socavón, limoso, preludio ácido de dulces ocarinas silbadas por la madre de
las aguas con sonajas de valvas y tenues caracolas llamando al plenilunio,
para hablar con la luna saboreando hidromieles…

Ya no la alegría inconciente de estar vivos y al sol, libres y al sol, al
sol enteros, en silencioso diálogo constante interior y exterior, polvo de
estrellas esparcido en su piel, perlado en sus dientes mordedores de mieles
y frutos, de cuerdas, cueros, sueños; tornasolado en su pelo azotando en el
galope; irisdiscente en las plumas sagradas signadas por milenios de valor,
diademas de sabiduría; reflejando luceros en los músculos, ávidos del
rastreo y la caza, del combate y el juego, del amor suave y recio, del
arco y el torneo…

Se ajusta el cuero que apenas lo abriga. Ciñe las boleadoras a la magra
cintura. Palpa la suavidad serpentaria y letal de las tres hondas, que
cruzan amistosas el pecho musculoso lleno de cicatrices, mítica tumba de
soles desoídos, de un mundo que se ausenta.

Vuelve a aspirar hondo, mirando como si recién los descubriera, la dura
arboleda, los mórbidos pajonales que alguna vez le dieron techo, hamacas,
canastos, leña y fruta, canoas, alegría.

Oye desde el agua y las nubes, bajando a su garganta, un batir insondable
de alas pesadas.

Inesperadamente siente como un mazazo al plexo, que no sabe si es real o
es que ahora comprende la terrible verdad, la contundencia, la certeza
final, lo ineludible : hoy es el día.

Lo asume. De mil maneras se lo vienen diciendo.

Mira en lo alto, muy por encima del padre río, misterioso y fatal,
lampalagua inasible, río de los brujos, arco iris profundo del vientre de la
tierra, el Gualeguay, dueño de la simiente, ostentador de calmas fértiles y
mortales fragores…

Se embelesa observando como aparta la cabellera de neblinas lluviosas,
allá arriba, en el celaje helado, el rostro venerado de Zobá, la Luna, la
dual, abuelo-abuela que rige, atavismo y reflejo, con la mano de su luz –
Guidaí – las fuerzas engendradoras de las estaciones, las tormentas, los
ciclos eternos, de mujeres y siembras, nombres y nacimientos, hombres y
pariciones, mareas y cosechas. Ella se asoma en espera, abriéndole camino
hacia el hueco en la noche adonde subirá, paso a paso en el máximo viaje, la
Gran Escalera del totem ñandú, la pisada, la huella sellada hacia el sureste
por la Cruz del Sur , la gran Chacana, peldaño hacia el espacio total. La
Luna, sabia, pálida, matriz absoluta y generante, lo observa y aguarda,
mágica, diáfana, en su cualidad rectora de todo lo existente, devolviéndole
las fuerzas para llegar al final,y así cerrar el círculo de su destino
atávico…

Con agobio dolorido baja la cabeza y observa sus pies, hunde todo lo que
puede los dedos en el barro, sintiendo que por fin es raíz, como antes fue
árbol y antes aún semilla, que es mucho más que carne llegando hasta lo más
recóndito del seno de la madre, esa tierra que también lo llama y lo
aguarda para acunarlo y regresarlo luego en canto, pluma u hoja, roca, pasto
o madera, agua, miel, blanca arena… Quizás hecho volátil partícula
intangible, volará a otras galaxias y será polvo cósmico, tal como le
enseñaron que es destino del hombre y sus mil formas: ser parte del gran
Todo…

Demasiados los recuerdos, entumecen al alma, demasiado el despojo, las
muertes preanunciadas, los idos y no vueltos.

En lo alto las tinieblas decapitan los pájaros.

Cruza una alambrada, frenando el impotente deseo de arrancarla y entre
las simbióticas sombras, ayudantes del viento, divisa la cercana luz del
“bolicho”, que a veces le ve flaquear y lo recibe.

Necesitaba yerba, tabaco, algo de caña.

Sólo en eso descansa, perdidos en las estribaciones de la muerte los
bravos, las chirusas, los niños y los viejos. Poderosas figuras que han de
aguardarle también, impávidos, sonrientes, al borde del abismo y el
misterio para aclarar el enigma crucial, definitivo, de la inmolación final.

Sabe que si se queja al comerciante del gusto de la caña últimamente, que
le horada la carne, o de la tierra y piedras en la yerba, daría el motivo
justo para no ser recibido nunca más.

Soledad de soledades, se siente cada vez más acechado ante esa gente. El
rechazo es brutal e inapelable. La burla permanente. Cuesta mantener la
frialdad hasta salir de allí, de ese oscuro lugar de borrachera y mugre
donde se le hace comprender que cada vez se estrecha más el cerco.

Sólo buscan la manera. Y esto ya no le extraña. También les sucedió a
otros hermanos, a otros indios “sueltos”, los huidos, aquellos que como él,
esperaron, contra toda esperanza, a pesar de una certeza mortal avizorada,
poder juntar los restos de la antigua nación, ocultos en la selva,
perseguidos cual bestias, acorralados en las abras del monte, almacenes,
caminos, por las sendas ocultas, en la tierra y el agua.

Jamás hubo un regreso desde estas encerronas . Se acuerda de Sepé – el
Sabio -, el respetado, cacique entre caciques; fue uno de esos… Polidoro,
Venado, Senaqué, tantos, tantos, decenas…

Danza en sangre la luna, Guidaí llora llovizna de silencios.

Piensa como aplacar su coraje, su rebelde impotencia de desarraigo y
nostalgia.

(Qué no me digan “tape”, presiente y ruega)

Aplacar su rugido, heredado, de tigre (el bramido que nunca igualara
ninguno al cargar contra el mundo), aunque sea un instante, unos minutos,
hasta lograr el trueque y regresar ileso a la espera infinita – jaguar viejo
y herido – al corazón de la espesura, a la orilla del río, al sosiego y la
pena, ejes del equilibrio.

Aprieta sobre el torso – nervado el puño áspero – el buche de ñandú que
la madre y la abuela le colgaron al cuello aquella noche clara, al nacer
junto al agua, cuando ellas lo elevaron para el baño de luna que lo integró
a los otros, ritual de hace milenios.

Dentro de esa “guayaca” reposa protectora, talismán insondable, tan
aguerrido y leve, la pluma de aquel pájaro de nombre venerado, temido y
conjurado, el pájaro sagrado que aleja de la muerte y dona fortaleza al
guerrero en la vida.

(Que no me llamen “tape”, repite en un gruñido)

Recuerda aquellos tapes, hermanos de Guarania, que llegaban –
rastreando – delante del ejército y de los misioneros, buscando en la
pradera y en el monte a su gente, a su pueblo indomable, sin poder
someterlos. Se prefirió la muerte. La libertad, o nada, esa fue la consigna
no escrita, la palabra empeñada, la lealtad sin dobleces, la verdad
enseñada.

Llega al portal de palos, cruza la puerta doble.

Se hace un silencio adentro, untuoso, socarrón, astuto, denso. Y en la
aburrida noche esos ojos ajenos resplandecen de burla, cruzan miradas
cómplices que comienzan el juego, entre risas y chanzas, grito y ofensa.

¿Qué andas haciendo, tape…? ¡Se te olió desde lejos…!

¿Es el cuero ‘e tu madre que traes ahi adentro…?

Siente de piedra las mandíbulas, se lastima mordiéndose la boca por
dentro, va hacia el mostrador, tratando de ser sordo, ser mudo, de no
seguir el hilo que le están ofreciendo, que lo viene aguardando desde la
eternidad.

Aguanta como puede el insulto, la náusea, el dolor en la boca del
estómago, que es ya fiel compañero. No conoce de miedos, sí de orgullo y
desprecio.

Deja los cueros, espera, toma el bulto a llevarse y entonces el destino
da una palmada seca, quizás por generoso, quizás porque era tiempo…

Ante la voz del dueño, aparece una niña, casi púber, morena, menuda, bien
peinada, que es presentada a todos esos rostros lascivos, de miradas
perdidas, ofertando su cuerpo:

¿Quién quiere está chirusa…? Acá ya ha estado un tiempo. Mañana traerán
otras del último reparto, allá por La Matanza. Y no hay lugar acá pa’ tantas
bocas… Ta’ bien, no es “nueva”, nuevas vienen mañana, pero … como soy
dueño, las disfruto primero…

Las carcajadas duras contaminan el aire. Lo miran a él todos.

Siente que su cabeza estalla, que rebalsan sus ojos, que no es vida la
vida, no vale así la pena, que ya llegó el momento.

Y vos, tape mugriento, ¿Cuántos cueros darías…?

Otra vez risotadas. Y el dolor en el pecho.

Mira a la chirusita, muy profundo a los ojos, tratando de cubrirla de
toda la dulzura que le hará tanta falta desde allí en adelante, y desde sus
adentros , muy en paz, se dijeron todo en una mirada; coordenadas azules,
desde ambos corazones; tatuajes en jirones de abuelos regresados, en oleadas
de padres, madres, tíos, hermanos, cantares y caballos , llegando en
remolinos de su historia común de pasados milenios. Se hablaron en silencio,
la mano de cada uno cual si estuviera puesta en el pecho del otro, según era
el saludo ancestral de su gente. La mira, y la mirada le ruega que ella
entienda, para que se haga cargo del recuerdo imborrable que contará a sus
nietos. Se quita la guayaca de un solo movimiento, la abre, desmenuzando la
pluma protectora .

Luego, muy lentamente, como puma al acecho , gira sobre sí mismo,
desenrolla su arma, una esfera de piedra (hija de un aerolito) y una cuerda
de tiento. La enrosca en su muñeca y cual flecha certera, que por fin cobra
vida, salta y grita pisando la escalera a la luna, dando a la vez letales,
eficaces pedradas rápidas como centellas:

¡Inambí AteÏ, che ‘ ajrrúa…!

¡Inambí Ateï…, che ‘ ajrrúa…!

¡Inambí Ateï…!

Lo tiraron al agua, cosido a puñaladas, patadas, tiros, golpes. Otro más en
la historia de “limpiar la maleza.”

Para los que quedaron sin vida, hubo tumbas. La de él fue el arroyo, tal
como corresponde, integrarse en los seres habitantes del monte.

Su nombre no se supo.

Su nombre era el de todos.

Lo trajo hasta el presente – con orgullo de estirpe – una chirusa vieja,
memoria colectiva, que transmitió a la historia la herencia de indomables,
contándole a sus nietos como muere un charrúa.

Rosa Albariño