8 de mayo de 1812, sobre las costas del Río Uruguay

María Escolástica

Era la segunda vez que el General la veía. Apareció misteriosamente un día. Prácticamente no hablaba, pero su disposición a las tareas domésticas del grupo le hicieron ganar rápidamente un lugar en la toldería india. Mantenía sus costumbres e, invariablemente, a pesar del frío de mayo, se bañaba temprano en las mañanas, desnuda, en las aguas del río Uruguay. Aunque allí la vio por primera vez, el General no reparó especialmente en ella hasta que la vio impecablemente vestida de blanco, y sintió un deseo irrefrenable de tocarla. Quiso conocerla, correr el velo que cubría lo inexplorado. Volvió a su mente la imagen de la indiecita nadando libremente, recordó su desnudez, inocente y excitante. Ahora esa mujer desconocida cantaba en cuclillas, con la cara tapada por sus finas manos, profiriendo, a tiempos dispares, lamentos destemplados. Su canto era melancólico, como si vocalizase sollozando, en tono de voz gutural. Curiosamente, este aire triste despedía sensualidad y erotismo.

Su cabello corto claramente denunciaba un trastorno social. ¿Señalaría esto, acaso, la muerte de su marido?, ¿habría sido ofrecida para sellar una alianza? o, quizá, capturada por alguna maloca, habría sido vendida por su belleza para el servicio personal de un amo, exento de las normas éticas.

Así pudo el General seguir imaginando los probables caminos por los cuales esa mujer habría transitado. Cambiada e intercambiada y, por tal condición, subordinada, dependiente y desprestigiada. Seguramente no valorada, entre otras virtudes, por su celo de madre o por su vaquía en hacer crecer las semillas, esa mágica virtud de preñar la tierra.

Pero en aquel instante estaba allí, en las costas del Salto Chico, observada por el General, escrutados sus senos firmes y pequeños, su fina cintura y sus piernas bien proporcionadas, su rostro emotivo, sensual y, sobre todo, él la estaba viendo alejada de la atmósfera de inseguridad que rodeaba al campamento.

Paradójicamente, emanaba de su pequeño cuerpo una omnipresencia salvaje. Desbordaba una femineidad implacable, tenía un gesto como si estuviera haciendo un puchero sensual con los labios, y acariciaba con una mirada subyugante.

El mundo natural de la selva le salía por cada poro, aureolándola de un fantástico misterio, que le hacía encarnar una pasión maravillosa, devoradora de hombres. El General sabía que en ella encontraría a una mujer sensual, apasionada, y supo que no tendría paz hasta no verla nuevamente desnuda, y en sus brazos.

Recordó a fray Bartolomé de Las Casas, quien presentaba a las indias como una gran tentación para los hombres, a causa de sus «notables cualidades», su «belleza sorprendente» y su «aspecto angélico». No olvidaba la consternación que sentía Soares de Sousa cuando decía sobre ellas que eran «tan lujuriosas que no había pecado de lujuria que no cometieran». Pero en ese momento, solo se hacían ciertas las palabras de Schmidl, las tupí guaraní eran «las más bellas y maravillosas amantes, afectuosas y de cuerpo ardiente».

Una vez terminado el canto, el General se le acercó. Era un indiecita de 1,48 metros de altura y grandes ojos negros almendrados. Le dijo que le recordaba a una guaina que se llamaba María Escolástica, y otras trivialidades, pero ella se mantenía distante y arisca. Como el General siempre fue capaz de romper cualquier barrera, insistió:

—Yo también tengo una estirpe que me vincula con la tierra —le relató—. Soy descendiente de una ñusta incaica, Beatriz Tupac Yupanki; una de sus hijas fue Juana Olguín de Ulloa, quien dio a luz a Leonor de Melo y Cutiño, madre de Ignacia Javiera de Carrasco, que es mi abuela paterna.

Esta unión cósmica derribó las defensas de la mujer, que bajó su guardia ante un hombre que deseaba comprenderla. Su sonrisa ablandó su rostro, se suavizaron sus pómulos, y quedó aun más patente su rostro de niña.

El General fue extremadamente dulce y paciente. Le era importante saber que su indiecita no se entregaría a él por los complejos mecanismos de dominación que la conquista había sumado a las nativas. Aunque no le quedaban dudas de que lograría su aceptación voluntaria, no podía evadir preguntarse hasta qué punto esas mujeres tenían la libertad para elegir, y qué tipo de gratificación, que no fuera a expensas de su dignidad, podían obtener, ya que a partir de Irala, la apropiación de las mujeres de una tribu, tanto por sometimiento violento como por pacto, fue uno de los principales elementos para el reducción de los nativos. Esta sumisión trastocaba su entorno cultural, a lo que se sumaba que prédicas como la monogamia, la sexualidad reducida a una pareja que había recibido sacramento, o la satanización de la carne, eran alevosamente dejadas de lado por sacerdotes como Nobrega, que vivían en concubinato.

Esa noche el General siguió suavemente, con la punta del dedo, los trazos armoniosos de su cuñácaraicita. Su busto pequeño, sus muslos flacos, sus pies descalzos y, desde el fondo de los tiempos, ella respondió con una ternura que no le habían enseñado ni sabía que existía, rozando la piel de su hombre con caricias exquisitas, que iban desde el mimo a la protección.

Ya en su catre, sola, su cara recuperó la placidez. Sintió un ligero dolor en uno de sus ovarios; su vida no había cambiado, pero cambiaría. Pensó en nueve lunas, y en el nombre María Escolástica.

Javier Ricca

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